Artículo de Roberto Blanco Valdés. Publicado en La Voz de Galicia
Si algún ciudadano de Galicia no pudiese, según su voluntad, «vivir en galego» -que es la fórmula que hoy resume la reivindicación nacionalista en la esfera de la lengua- yo hubiera estado, como el que más, en la manifestación que se celebró el pasado domingo en Compostela. Lo he hecho en el pasado en muchísimas ocasiones -con la democracia y antes- defendiendo otras libertades y derechos y volvería a hacerlo ahora sin dudarlo.
Pero no hay tal: sencillamente no es verdad que alguien, si lo desea, no pueda «vivir en galego» en el territorio de Galicia, si por ello entendemos lo que es de esperar en una sociedad plural con dos lenguas oficiales en la que se respetan los derechos personales. De hecho, lo que ya no es posible en muchas esferas oficiales es vivir en castellano, pues es esa -y no la gallega- la lengua que ha desaparecido oficialmente de nuestras Administraciones públicas, de nuestras universidades o de los medios de comunicación públicos gallegos.
Teniendo en cuenta que un idioma oficial es el que hablan las instituciones, la pura verdad es que uno puede dirigirse en gallego a todas las existentes en Galicia y utilizar esa lengua en todas sus dependencias oficiales. Incluso en la esfera de la Administración de Justicia -donde la penetración del gallego se ha producido con más lentitud, como era lógico-, puede hoy el justiciable utilizar el gallego en todos los trámites (demanda, prueba, alegaciones, vista y conclusiones) que componen el proceso.
¿Qué no puede hacerse en gallego? Tal es la pregunta que deberían contestar los que exigen el derecho a vivir solo en esa lengua, pues su respuesta pondría de relieve cuál es su auténtico objetivo.
Y es que el derecho a «vivir en galego» solo está hoy en Galicia limitado por el de igual valor que otros tienen a vivir en exclusiva o en parte en castellano. Por eso no puede uno exigir, por ejemplo, que un comerciante le conteste a uno en gallego (aunque así sucede habitualmente cuando se le habla en esa lengua) o que rotule en gallego su negocio; o que los periódicos, que son empresas privadas, se editen en gallego; o que utilicen el gallego como lengua habitual quienes tienen todo el derecho a utilizar el castellano, siempre o cuando lo estimen oportuno.
Ningún derecho es ilimitado: tampoco el derecho a «vivir en galego», que en una sociedad con dos lenguas cooficiales debiera siempre respetar el de los ciudadanos que quieren vivir solo o en parte en castellano. Traspasar esa frontera, que es lo que algunos exigen como si su reivindicación fuera indiscutible, no tiene nada que ver con impulsar una lengua, sino con imponerla por la fuerza. Es decir, no es una cuestión de lenguas, sino de libertad individual.
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