Artículo publicado en La Voz de Galicia
Imaginemos que, en relación con la lengua, hubiera ocurrido en Galicia lo que, ni por asomo, ha sucedido: que, ganadas las autonómicas, el PP hubiera decretado el exterminio del gallego y comenzado una política sistemática de acoso destinada a borrarlo de la faz de este país. Por ejemplo, imaginemos que hubiera impulsado la derogación de la ley de normalización lingüística. Y cambiado el Estatuto de RTVG para que la radio y la televisión autonómicas dejaran de ser monolingües en gallego y pasaran a serlo en castellano. Y dado instrucciones para que los ayuntamientos que controla no se expresasen, como ahora sucede, solo en gallego, sino solo en castellano. Y que, en sustitución del decreto sobre lenguas del bipartito, hubiese aprobado otro suprimiendo el gallego como lengua vehicular y reduciéndolo a una materia del currículo.
¿Cuál hubiera sido entonces la reacción de los que, sin haber hecho la Xunta ninguna de esas cosas, ni cualquier otra similar, proclaman ahora que aquella quiere exterminar el gallego y, aún más, pretende la desaparición de su país? Esa reacción resulta sencillamente inimaginable, pues la que se ha producido tras el anuncio de las bases del nuevo decreto sobre lenguas es, de puro desproporcionada, exactamente la misma que cabría suponer si, en efecto, la Xunta hubiera decidido el exterminio de una de las dos lenguas del país.
Que no lo ha hecho es evidente, como lo es que el ambiente de intifada que han ido creando el nacionalismo y sus agencias se debe únicamente a que el Gobierno ha optado por cumplir -por cierto, de una forma más bien moderada y timorata-, una promesa que obtuvo el respaldo expreso y mayoritario del cuerpo electoral: acabar con el sistema de inmersión lingüística que estableció el Gobierno bipartito.
Pues de eso se trata nada más. La inmersión es defendible, aunque muchos pensamos que resulta contradictoria con la cooficialidad lingüística que prevén la Constitución y el Estatuto. Pero una cosa es admitir que puede defenderse la inmersión y otra muy distinta sostener la inmensa mentira de que quienes la rechazan defienden el exterminio del gallego. Eso sería tanto como asumir que el máximo de la llamada normalización (la inmersión) -que, hasta el increíble viraje socialista, solo defendía en Galicia el BNG- es el mínimo que todos estamos obligados a acatar.
Suponer que los que repudian la inmersión son enemigos a muerte del gallego coloca las cosas de este modo: al menos uno de cada dos gallegos sería, según esa lógica insensata, enemigo a muerte del gallego. Tal locura y tal estupidez pueden ser útiles para acosar a un Gobierno, pero constituyen una tragedia para una lengua que no se merece tan disparatados defensores
¿Cuál hubiera sido entonces la reacción de los que, sin haber hecho la Xunta ninguna de esas cosas, ni cualquier otra similar, proclaman ahora que aquella quiere exterminar el gallego y, aún más, pretende la desaparición de su país? Esa reacción resulta sencillamente inimaginable, pues la que se ha producido tras el anuncio de las bases del nuevo decreto sobre lenguas es, de puro desproporcionada, exactamente la misma que cabría suponer si, en efecto, la Xunta hubiera decidido el exterminio de una de las dos lenguas del país.
Que no lo ha hecho es evidente, como lo es que el ambiente de intifada que han ido creando el nacionalismo y sus agencias se debe únicamente a que el Gobierno ha optado por cumplir -por cierto, de una forma más bien moderada y timorata-, una promesa que obtuvo el respaldo expreso y mayoritario del cuerpo electoral: acabar con el sistema de inmersión lingüística que estableció el Gobierno bipartito.
Pues de eso se trata nada más. La inmersión es defendible, aunque muchos pensamos que resulta contradictoria con la cooficialidad lingüística que prevén la Constitución y el Estatuto. Pero una cosa es admitir que puede defenderse la inmersión y otra muy distinta sostener la inmensa mentira de que quienes la rechazan defienden el exterminio del gallego. Eso sería tanto como asumir que el máximo de la llamada normalización (la inmersión) -que, hasta el increíble viraje socialista, solo defendía en Galicia el BNG- es el mínimo que todos estamos obligados a acatar.
Suponer que los que repudian la inmersión son enemigos a muerte del gallego coloca las cosas de este modo: al menos uno de cada dos gallegos sería, según esa lógica insensata, enemigo a muerte del gallego. Tal locura y tal estupidez pueden ser útiles para acosar a un Gobierno, pero constituyen una tragedia para una lengua que no se merece tan disparatados defensores
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